Alabete el extraño y no tu boca.

(Proverbios 27:2)

Alguien ha dicho que  “Los que cantan sus propias alabanzas por lo general lo hacen sin acompañamiento”. Esto debe ser así porque a nadie le gustaría tocar en una banda donde un solo instrumento se lleva todos los aplausos. Alabarse así mismo es el oficio de los que no hacen mucho; de los que se vanaglorian de las metas inconclusas; de los ególatras, que buscan más sacarle provecho al culto de su personalidad, que a los logros ostensibles que otros deberían reconocer. La autoalabanza por lo general lleva consigo el sello de  la insensatez. Quien esto hace desconoce que nadie debiera tener más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que debiera pensar acerca de él con cordura. La persona que alardea de sus propios conocimientos y sus logros, llega a ser un fanfarrón: pura apariencia y hojarasca.  Este tipo de persona carece de  humildad,  la más hermosa de las virtudes que  le da belleza al carácter. Quien se alaba así mismo no tiene muchos amigos, pues a nadie le gustaría andar con alguien que es jactancioso, impertinente y presuntuoso. De nada sirve alabarse así mismo si otros no reconocen en su justa proporción los logros alcanzados.

Por lo antes dicho —y dentro de la propuesta para una vida mejor—, se nos recomienda: “Alábete el extraño, y no tu propia boca; el ajeno, y no los labios tuyos”. Proverbios 27:2. Las sabias palabras de este proverbio ponen de manifiesto que las alabanzas, los reconocimientos, los aplausos, y la premiación a lo que somos o a lo que hacemos,  es una tarea que le compete a los labios ajenos. Cuando permitimos que sean otros los que califiquen nuestras actuaciones nos libramos de la inmodestia, que tiene sus más cercanos sinónimos en la jactancia y la pedantería. Este proverbio le hace ver al individuo que la autoadulación  puede ser un bumerang  que hace ver a la persona  como un verdadero tonto. Que hay algo repugnante en los que alardean, hasta   pregonar,  su buen juicio o sus habilidades. A los tales, les haría muy bien recordar lo que alguien ha dicho: “Nadie se ha asfixiado jamás por tragarse su orgullo”. Así tenemos que frente a esta tentación sutil del corazón, nada le hará mejor que practicar la modestia, porque ella modera el exceso de la propia estimación. Dejemos  que  sean otros los encargados de ponerle los epítetos a nuestros modestos éxitos. Recordemos que los hombres sabios, aquellos que han contribuido a la construcción de un mundo mejor, han tenido como norma  exaltar más a Dios, el dador de la inteligencia,  y no tanto festejar lo que han hecho sus propias manos.

En la vida es recomendable no abrir mucho la boca para ufanarse de nuestros triunfos. Una fábula cuenta que una rana se preguntaba cómo podría alejarse del clima del frío invierno. Unos gansos le sugirieron que emigrara con ellos. Pero el problema era que la rana no sabía volar. “Déjenmelo a mí —dijo la rana—. Tengo un cerebro espléndido”. Lo pensó y luego pidió a dos gansos que la ayudaran a recoger una caña fuerte, cada uno sosteniéndola por un extremo. La rana pensaba agarrarse a la caña con la boca.  A su debido tiempo, los gansos y la rana comenzaron su travesía. Al poco rato pasaron por una pequeña ciudad, y los habitantes de allí salieron para ver el inusitado espectáculo. Alguien preguntó: “¿A quién se le ocurrió tan brillante idea?” Esto hizo que la rana se sintiera tan orgullosa y con tal sentido de importancia que exclamó: “¡A mí!”. Su orgullo fue su ruina, porque al momento en que abrió la boca, se soltó, cayó al vacío, y murió. 

Jesucristo reconoció la fea actitud de  los que usaban la jactancia propia, en las palabras  de aquel fariseo, quien al compararse con otros, oraba así: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicado; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano…” (Lucas 18:9-14) Una de las cosas que hace un corazón transformado por el poder de Jesucristo es la muerte a su propio yo. Cualquier gloria personal se esconde para que se manifieste la gloria de Cristo. Cuando se actúa de esta manera le dejamos al Señor que otorgue los elogios, él no se equivoca.