Fé sin distinción
“Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas. Porque si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y con ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso, y miráis con agrado al que trae la ropa espléndida y le decís: Siéntate tú aquí en buen lugar; y decís al pobre: Estate tú allí en pie, o siéntate aquí bajo mi estrado; ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos, y venís a ser jueces con malos pensamientos?” (Santiago 2:1-4).
Uno de los grandes temas de Santiago es la fe. El es el hombre de la fe práctica, de la fe con obras. Una fe sin los frutos distintivos como el amor hacia otros, no puede llamarse fe.
Y es aquí donde Santiago advierte de alguien que llamándose cristiano, hace acepción de personas. Si nuestra fe está puesta en “nuestro glorioso Señor Jesucristo” no puede concebirse como una fe asociada con la discriminación de las personas.
Una fe sin los frutos distintivos como el amor hacia otros, no puede llamarse fe.
Cuando Santiago escribió esta carta, y especialmente este texto, debe recordarse a la gente a quienes fue dirigida. Aquella era una sociedad muy parcializada, llena de prejuicios y odio basado en la clase, las etnias, la nacionalidad y el trasfondo religioso.
Las clases estaban muy marcadas entre los judíos o gentiles, esclavos o libres, ricos o pobres, griegos o bárbaros. Los lectores de la carta sabían muy bien de este lenguaje de Santiago.
Para los tiempos antiguo, el ver a la iglesia con esa clase de unidad, era simplemente un milagro, y una causa para despertar la envidia. Fue Tertuliano en su Apología contra los gentiles quien al ver la vida y la convivencia de los cristianos, escribió con exclamación: “!Mirad como se aman!”.
El mundo distinto a la iglesia no podía tolerar una unidad en medio de tanta diversidad, y eso solo fue posible en los llamados seguidores de Cristo.
Pero esa unidad siempre está puesta a prueba por la parcialidad. Santiago sabía de eso, de allí la manera como ilustra el pecado del prejuicio que pudiera darse en una iglesia si “entra un hombre con anillo de oro y con ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso”.
Esta declaración muestra cómo el evangelio comenzó a atraer a la gente de todos los niveles sociales. Jesucristo ha puesto a los ricos y a los pobres en una misma convivencia. Pero la advertencia de Santiago es por el cuidado que debe tenerse en la preferencia de los ricos y el menosprecio de los pobres.
Cuando al rico se le presta mayor atención por su condición y porque el tal pudiera ser un buen “colaborador” con la iglesia, se estaría en un grave error, porque la iglesia estaría poniendo más los ojos en las cosas materiales, en lugar del amor los unos por los otros.
El prejuicio es un grave pecado y esto es condenado por el Señor.
Nuestra fe no puede ser selectiva. En la iglesia del Señor debemos proteger a cada hermano. Los hermanos pobres y humildes son tan importantes como lo son aquellos con mayores posibilidades. Que nuestra fe sea sin acepción de persona, ese es el llamado.
Un pobre con vestido andrajoso es tan importante para Dios como un rico con anillo de oro.
Desde lo más profundo del corazón de su pastor.