El odio despierta rencillas

(Proverbios 10:12)

El diccionario define al odio como la “antipatía y aversión hacia alguna persona o cosa cuyo mal se desea”. La evaluación hecha a esta tendencia negativa  sugiere que la persona actúa bajo un estado emocional, causado por una acción injusta, por un prejuicio determinado, o porque se haya vulnerado  su parte afectiva. Se sabe que esta es una actitud muy grave e impredecible sobre los resultados finales. El odio como  “antipatía y aversión” se manifiesta en una relación virtual con una persona y con su propia imagen, en la que se concentra un deseo de destrucción. En algunos casos, ese deseo se busca ejecutar  por uno mismo, o por otros que se prestan para tales fines. El odio puede verterse hacia diferentes blancos, en especial hacia todo aquello que consideramos una amenaza de nuestra integridad. En  este caso el odio es como el arma que esgrimimos para salvaguardarnos de eso mismo que odiamos. El odio puede tener visos  que desembocan en tragedias personales, familiares y sociales. Por lo general llega a ser la antesala donde se engendran los homicidios. Un corazón lleno de odio no es feliz. La persona que cobija esta irracionalidad en su alma vive propensa a consumar cualquier acción, cuyas características finales, casi siempre, tienen que ver con la venganza. El odio es como un veneno ponzoñoso que al ser derramado sobre las víctimas produce daños con consecuencias duraderas. Muchas cosas pudieran crear esta fea mancha en el alma; pero el odio más común es aquel que subyace en el corazón como resultado de serios maltratos en la  niñez; del algún abuso sexual; de alguna traición sentimental; o por alguna xenofobia, el odio más común entre pueblos y sociedades. El odio es una realidad de nuestra naturaleza caída.

El proverbio de donde tomamos el presente tema, dice: “El odio despierta rencillas; pero el amor cubrirá todas las faltas” (Proverbios 10:12) Esta es una de las grandes máximas en la llamada escritura sapiencial. El sabio dibujó en ella un lado oscuro del alma, pero a su vez reveló la más cara y noble de las virtudes para confrontarlo. En algunas circunstancias la vida pareciera moverse entre el odio y el amor. La distancia y el tiempo entre el uno y otro pudiera ser muy corta, o llega a ser muy larga. Se hará corta cuando entre el ofensor y el ofendido le den cabida a ese amor que cubre las faltas. Pero podrá ser larga cuando una vez entronado en el corazón hecha sus raíces, trayendo el fruto del dolor y la amargura. Alguien hablando de ese mal que ha llegado a ser parte de nuestra naturaleza, pero a su vez de la cara del bien, revelada en el amor, dijo: “El mal que nos habita no lo podemos erradicar, solo lo podemos apaciguar y tranquilizar, transformar. El ser humano convive con el mal, pertenece a su naturaleza. Sin embargo se pueden encontrar formas más armoniosas de vivir con él”. En el caso que nos asiste, el odio puede ser combatido, puede ser enfrentado, puede ser doblegado; no tiene que ser parte de nuestra vida. La verdad de este proverbio es que cuando la vida la llenamos con la riqueza del amor, aquellas faltas que han herido el corazón pueden ser cubiertas y sanadas; porque el auténtico amor “no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor, no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo soporta” (1 Corintios 13). 

El modelo para una vida ausente de esa presencia irracional, llamada odio, será siempre Jesucristo. El único odio que manifestó fue hacia el mal, hacia el pecado, hacia esa coraza hipócrita con la que muchos hombres religiosos se habían cubierto. Enseñó a los hombres a amar a los enemigos, sobre todo cuando él sabía del odio que los judíos tenían por los romanos. Destacó que los hombres bienaventurados son los mansos, los que sufren por causa de la justicia, los de limpio corazón…  Cuando enfrentó la cruz, la más aberrante crueldad hecha sobre alguien tan inocente, y estando allí crucificado, pronunció las palabras que debieran ser la vivencia de sus seguidores: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Con esto Jesús nos ha dicho que el camino sobre el que debe construirse una vida no es el del odio, pero si es el del amor. Cuando  Cristo mora en el corazón allí no hay cabida para el odio; escoja hoy llenar su corazón con su presencia. El único  odio permitido en el corazón debiera ser aquel que aborrece al pecado, amando al pecador.