El que mucho habla mucho hierra
(Proverbios 10:19)
Muchos de nosotros recordamos la experiencia cuando al visitar al médico por ciertas enfermedades, especialmente las virales, le oímos decir: «Déjeme ver su lengua”. Llega a ser interesante cómo ellos pueden hacer un diagnóstico con tan sólo mirar dentro de la boca de una persona. El asunto es que algunas enfermedades se pueden detectar por la apariencia de la lengua. Lo mismo sucede con los ojos, la llamada “lámpara del cuerpo”. Con la experiencia de la ciencia pudiéramos parodiar el dicho “muéstrame tu lengua y te diré quién eres”. El tipo de conversación nos mostrará a la persona que tenemos por delante y revelará a su vez lo que hay dentro de su corazón. Fue por eso que Jesús, reconociendo esta verdad, dijo: «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo. 12:34). Así, pues, la lengua es el órgano que tenemos para comunicarnos y expresarnos. Ha sido puesto en nuestro cuerpo con la función específica de trasmitir lo que sentimos y pensamos. Se cataloga como uno de los órganos más pequeños, pero en quien pudiera concentrarse todo un poder inesperado. De este modo estaríamos hablando de un poder para levantar o uno para destruir. De un poder para edificar o uno para desanimar. De un poder para enaltecer o uno para difamar. De un poder para alabar u otro para blasfemar… Todo esto nos advierte que es tan importante que se sepa lo que estoy hablando, con quien estoy haciendo y cómo lo estoy presentando. Porque la “muerte y la vida están en el poder de la lengua”.
Hay personas que tienen una capacidad para hablar que impresionan a primera vista. Han desarrollado una verbosidad con la que son capaces de hablar de todo un poco, hasta por horas, sin agotar los temas. Mientras que otros son más parcos en el habla, a lo mejor por timidez o por temor de ofender o ser objeto del hazmerreír de otros. El proverbio que se relacionada con este tema nos dice: “En las muchas palabras no falta pecado; más el que refrena sus labios es prudente” (Proverbios 10:19) Y es que el que “mucho habla mucho hierra”, sentencia el adagio criollo. Es un hecho que en el habla desmedida se pueden colar palabras que van desde las vanas y sin sentido hasta las que ofenden y destruyen. Con esto afirmamos que una palabra llena de celos introduce la desconfianza. Una palabra con maldición destruye la nobleza del alma. Y aún más, una palabra hiriente hace llorar al amor. Pero de igual manera una palabra llena de entusiasmo levantará una actitud pesimista. Una palabra llena de aliento alegra un corazón triste. Una palabra de esperanza trae vida donde se acaban las ilusiones. Una palabra de amor restaura a la persona ofendida. Una palabra de paz puede ponerle fin a la discordia. Una palabra oportuna puede detener el peligro. Una palabra sabia puede enderezar el camino. Una palabra de perdón libera al que está cargado. Una palabra de consuelo quita el luto del corazón acongojado. Una palabra de verdad puede descubrir la mentira. Y una palabra dicha de honestidad disipa las dudas.
Un autor anónimo, a lo mejor reconociendo las tendencias de las palabras, ha escrito: “Si quieres ser discreto, observa estos seis preceptos que te recomiendo: qué es lo que dices y dónde, de qué, a quién, cómo y cuándo”. Nos evitaríamos muchos males si habláramos menos y pensáramos mejor las cosas. Cuando Santiago comentó sobre la lengua no anduvo con rodeos para advertir respecto a lo que puede hacer una persona deslenguada. Dijo que era más fácil controlar un caballo, guiar un gran barco, y domar toda clase de animales, pájaros, reptiles y criaturas marinas antes que controlar la lengua (3:3-8). Dijo que era un «fuego» inflamado por el infierno mismo (v.6), y «un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal» (v.8). No dejemos que este minúsculo órgano afee nuestra personalidad por un mal uso. No seamos contados con los que viven herrando por poseer una lengua descontrolada. Contémonos entre aquellos que usan las palabras para bendición y para bendecir. Seamos parte de los que usan palabras agradables porque “panal de miel son los dichos suaves; suavidad al alma y medicina para los huesos” (Proverbios 16:24). Dejemos reinar al Señor en nuestras vidas para que digamos como el profeta “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado…” (Isaías 50:4)