El segundo hijo prodigo

(Los Pecados de los Santos)

(Lucas 15:25-32)

Como hemos dicho, esta parábola nos presenta dos “hijos pródigos”. Uno que se fue y “desperdició los bienes, viviendo perdidamente”, y el otro que también recibió sus bienes, pero  se quedó en  casa. Nos presenta a dos hijos perdidos. Uno perdido en el mundo, y el otro perdido en la casa. 

Se ha dicho que si la parábola terminara con el versículo 24, quedaría perfecta para ser rodada como una gran película,  capaz de ganarse hasta los mejores oscares de la academia. Pero la intención de Jesús era llegar al corazón de aquellos  intructores de la ley.  El “hijo menor” representa a todos los publicanos y pecadores; una clase social menospreciada y odiada  por aquellos “predicadores de la ley”, quienes deberían más bien ser amados.  

Por lo tanto, el “hijo mayor” reprenta a toda esa clase religiosa compuesta por los escribas y fariseos que lo habían cuestionado porque Jesús entró en la casa de publicanos y pecadores. De esta manera, la actitud de este otro hijo nos habla de esos pecados que cometen los religiosos de una manera tan descarada, como lo hacen aquellos que no han conocido a Dios. Si los pecados del hijo menor llegaron a ser condenables, los del hijo mayor llegaron a ser repugnantes.

Y es que los pecados del carácter llegan a ser tan feos como los pecados de la carne. Ambos necesitan ser confesados y perdonados. La actitud con la que reaccionó este otro joven es tan digna de considerar como la desobediencia en la que incurrió el hijo menor. La iglesia necesita hablar de los “Pecados de los Santos”; eso es, aquella actitud que muchas veces ofende a Dios y lastima a otros en el cuerpo de Cristo. Estos dos hijos muestran dos caras de la misma moneda.

Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano v. 25, 26.

Lo primero que vemos acá es que el hijo mayor no estuvo en casa para darle al hermano la bienvenida. Como persona que va a manifestar su carácter fuerte, aquí lo vemos en la manera como él cumplía con las tareas de una forma rigurosa.  

  1. EL PECADO DEL ENOJO v. 28

Observemos la manera cómo pecó este “santo” de Dios. Estamos en presencia de un hijo malcriado. Permitió tres cosas repugnantes: “se enojo… no quería entrar…  su padre le rogaba..”.  Ninguna cosa es más detestable en la vida  que dar lugar al enojo y dejarse gobernar por él. El sabio Salomón había dado su recomendación muchos años atrás, cuando dijo: “No te apresures en tu espíritu a enojarte; porque el enojo reposa en el seno de los necios” (Ecl. 7:9). 

Nuestro Señor Jesucristo, el Maestro de maestros, expuso su cátedra sobre este delicado tema, cuando afirmó: “Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio…” (Mt. 5:22). Y el apóstol Pablo, quien por seguro mantuvo esta actitud  antes de conocer a Cristo, manifestó: “Airaos pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo”. 

El enojo incontrolado revela la ausencia de una comunión sincera e íntima con Dios. Hay una falta de humildad en tal acción. Aprendemos de nuestro Señor Jesucristo que era “manso y humilde de corazón”. Vea usted la ironia de este texto. El hermano mayor se enojó mientras los demás se gozaban en la fiesta.  El “fuego” del  enojo fue alimentado por el “combustible” de  la  envidia. Aquel hijo seguramente argumentaría en su corazón, ‘esa fiesta debiera ser para mí’. Esta infeliz actitud nos lleva a preguntarnos si aquel hermano mayor era un “mejor cristiano”, ¿por qué se puso bravo? ¿No nos dicen las escrituras que debemos gozarnos con el que se goza? 

  1. EL PECADO DE UN SERVICIO SIN AMOR  v.29ª

El hermano mayor al darse cuenta de la fiesta y en honor de quién era  presentada, reaccionó presentando una justificación propia. Era él quien tenía los méritos suficientes para que el padre le considerara antes  que a otra persona.  Note estas presuntuosas palabras: “He aquí tantos años te sirvo…”; ¿acaso no merezco esta fiesta en lugar de mi hermano?’, diría. Este joven realizaba su trabajo para recibir  una recompensa, pero sin la menor demostración de amor. 

De una manera irreverente le reclama al padre que haga algo por su trabajo prestado. 

Uno de los serios problemas que  se enfrenta en la vida cristiana es aquel donde el creyente se considera tan “bueno” delante de Dios que él debiera, en honor de su comportamiento, ceder a sus aspiraciones propias. La falta de un amor sincero en el servicio del Señor está dando  lugar a la llamada  “mercadería en el templo”. Cuando un creyente comienza a utilizar el lenguaje, “yo merezco eso”, le está dando un duro golpe a la doctrina de la gracia. ¿Quién de nosotros merece la fiesta que el padre ha preparado? ¿Quién de nosotros puede sentir que tiene los méritos suficientes para merecer lo que Dios hace?

  1. EL PECADO DE LA JACTANCIA v. 29b

“… tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás…”

Les parece común este comentario. El hermano mayor reveló una de las mentiras mayores que ha sido  propia en aquella actitud de los auténticos  hipócritas. Sus palabras, “no habiéndote desobedecido jamás” seguramente las dijo para impresionar al padre y a lo mejor buscaba  un reconocimiento del que era “merecedor”. Cuando una persona afirma su propia fidelidad sin haber “faltado jamás”, queda expuesto ante los ojos del Dios que todo lo mira.

 ¿Puede un creyente sincero decir que jamás ha desobedecido? ¿Puede alguien jactarse de una rectitud total? La jactancia se define como la alabanza propia, impertinencia y presuntuosidad. 

La Biblia no da lugar para la jactancia cuando dice: “Toda jactancia es mala” (Stg.4:16) Una persona jactanciosa tiene un altísimo  concepto de sí mismo y la Biblia no da lugar para eso, cuando dice a los creyentes: “Que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura…” (Ro. 12:3) Sin duda que este hermano mayor no sabía de estas palabras que Pablo dijo, ni tampoco había leído la máxima de Jesús, cuando afirmó: “Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt. 23:12) 

¿Cómo llega a ser la oración del hombre jactancioso? 

“Señor te doy gracias porque no soy tan pecador como esos borrachos y prostitutas de la calle, no soy tan estafador como el cobrador de impuesto, no soy  fornicario o profano como Esú, no soy un homicida como Caín, no soy un ladrón como aquellos que estaban contigo en la cruz, ni soy un mal padre como David”. Mientras que la oración de un hombre humilde, del que reconoce su condición delante de Dios, es: “Señor te alabo porque con tu sangre me has lavado, con tu poder me has salvado y con tu gracia me sostienes.

 Te alabo porque a pesar de mi indignidad  tuviste misericordia de mí y ahora soy contado como tu hijo y como parte de la familia de los redimidos”. Esta es la oración que reconoce que todo lo que  se es se debe al acto de pura gracia y misericordia de parte del Señor.

  1. EL PECADO DE LA FALTA DE AMOR v. 29c 

“… y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos”.

La expresión “nunca me has dado…”  ha sido muy bien usada a través de  la historia para lograr sus propios fines. Es muy común entre los esposos,  y los hijos la practican con frecuencia cuando quieren adquirir algo que no tienen. 

Muchas veces revela un estado de “amnesia” por el olvido de las cosas hechas. El hijo mayor se quejó que el padre jamás le había dado una fiesta para disfrutarla con sus amigos. ¿Pero sería esto del todo cierto? ¿Le habría negado aquel padre lleno de tan gran afecto alguna solicitud de este tipo? ¿No estaría manifestando más bien con esto el  gran pecado del egoísmo que lo consumía?Es muy seguro que a este joven venían una y otra vez la pregunta, ‘¿por qué mi papá no me tomó en cuenta primero?’ ‘¿Por qué una fiesta en honor del que ha traído tanto daño a la familia?’ 

El pecado del egoísmo no admite que otra persona esté por encima de él. No acepta que otros reciban los aplausos, reconocimientos y trofeos. Uno de los grandes ejemplos de la Biblia sobre un hombre de Dios en quien no se cobijo este pecado, fue con  Juan el Bautista. Oyó de la fama de Jesús. Sus discípulos lo estaban abandonando por seguir al que llamaban el Cristo. El mundo se iba tras él como lo calificaron los fariseos; sin embargo, él permaneció libre de egoísmo. Cuando sus preocupados discípulos vinieron para reclamarle por qué estaba quedando solo, su respuesta fue: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengue” (Jn. 3:30) 

¡Qué concepto más elevado sobre Jesús,  pero también sobre sí mismo! Se ha dicho que la mitad de nuestros problemas nos vienen por querer las cosas a nuestra manera. Y la otra mitad por conseguirlas.

  1. EL PECADO DEL JUICIO ANTICIPADO v. 30

Este pecado pasa por alto al  individuo en su condición y  miseria, y se concentra  más en lo que éste hizo que en lo que puede estar sufriendo. Las palabras “cuando vino este tu hijo…”, están llenas de un vil menosprecio. Note que no le reconoce como su hermano, aunque son hijos de un mismo padre, cuando habla de  “tu hijo”. Una de las cosas que hace una conversión genuina es quitar ese prejuicio que tenemos hacia las demás personas. 

El hijo mayor no conocía el “camino más excelente” del que habla Pablo en 1 Corintios 13. No sabía que el “amor cubre multitudes de pecados”. Tampoco sabía de “sobrellevar las cargas los unos de los otros”. Mucho menos conocía el procedimiento que se debe seguir cuando alguien incurre en una falta, que dice: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta; vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gál. 6:1) Ese pecado hace  al individuo ciego frente a la extravagancia del amor, manifestado por el padre. 

Así es como un lleno de amor y de tanta gracia le responde al hijo insolennme y malcriado. 

Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas v. 31

CONCLUSIÓN: Estos pecados ponen de manifiesto que se puede vivir tan pobre al lado de una gran riqueza. El “hijo mayor” actuaba como un gran sirviente en lugar de un heredero. Esperaba que le dieran las cosas cuando tenía derecho a tomarlas. Juzgó al padre porque era bueno porque seguramente no condenó al hijo que lo había derrochado todo. No podía aceptar por falta de humildad que el otro fuera tomado en cuenta antes que él. Sus pecados revelaron que el también tenía que decir, “Padre he pecado contra el cielo y contra ti, tampoco soy digno de ser llamado tu, hazme como otro de los que están en casa” (paráfrasis mía). No tenía amor ni interés por su hermano. Pensó que estaba sirviendo a Dios, porque no había quebrantado las normas, como su hermano. Pero nunca había disfrutado de una fiesta con sus amigos. El Padre le había dicho: “Todas mis cosas son tuyas”. ¡Qué maravilloso en tener un padre así!