La parábola del fariseo y el publicano
(Lucas 18:9-14)
“El que se humilla será exaltado
La parábola que trataremos ahora tiene que ver con dos personajes totalmente opuestos: un fariseo y un publicado. El contexto de la misma pareciera surgir de algunos de los seguidores de Jesús que buscaban justificarse a si mismo.
La manera cómo Jesús nos presenta este asunto no deja dudas de lo que él opina acerca de esas dos vidas contrastadas vistas en el orgullo y la humildad, la apariencia externa y la actitud sincera del corazón, y también la soberbia y el quebrantamiento.
La parábola toma como su escenario el templo de Dios, y el momento donde se desarrolla es la de la oración. La intención de Jesús es darnos la más completa instrucción acerca de la humildad, la virtud más necesaria para relacionarse con Dios y con el prójimo.
¿Por qué esta parábola es tan importante? Porque nos va a revelar el carácter contrastado de dos hombres que durante el tiempo de Jesús eran la representación de dos clases sociales muy marcadas.
Para la opinión pública, la figura de un fariseo resumía el modelo de la virtud y la instrucción (por lo menos era lo que ellos creían), mientras llamar a alguien publicano era sinónimo de pecador (Lucas 5:30), considerados como lo más impuros de su tiempo, porque su trabajo era en medio de los paganos.
La parábola nos presenta la arrogancia del fariseo a quien ninguno querría imitar y la humildad publicano. La arrogancia del fariseo está muy latente todavía en nuestros tiempos.
No son pocos los que escondiéndose bajo un manto de hipocresía religiosa actúan de la misma manera, en un franco orgullo y un menosprecio a los que no actúan igual que ellos.
Lucas 18:9-14 (Análisis)
“A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola” (v. 9).
Este texto marca el contexto de donde parte la parábola. Por alguna razón Jesús la trajo. Seguramente oyó a uno de esos tantos fariseos que le seguían, no como lo hizo Nicodemo, para ver como le podían hacer caer con preguntas o con temas difíciles. Los que se acercaron a Jesús eran del grupo de los que “confiaban en sí mismos como justos”.
Y este es el primer pecado que comenzamos a ver en el personaje del que Jesús hace alusión; el de considerarse justo. El otro pecado es el que acompaña esta fea actitud: el del menosprecio.
Una de las verdades que corre a través de toda la Biblia es la que tiene que ver con el texto que dice que “no hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios”.
Eso lo dijeron los profetas y fue confirmado, especialmente por Pablo en su gran defensa del evangelio de la gracia. Los fariseos eran tan exclusivos en su moralidad que se consideran con derecho de ser los únicos “justos” sobre la tierra.
“Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano” v. 10
Este versículo es muy interesante. Nos revela la necesidad del alma de encontrarse con Dios en el templo, pero a la vez nos habla de las actitudes con las que podemos venir a la casa de Dios. Jesús identifica a estos dos hombres como uno que es un fariseo y el otro un publicano.
Se trataba de una especie de antítesis entre lo “bueno y lo malo”, entre lo “santo y la miserable”, entre un “justo y un pecador”. Por supuesto todo esto hablando entre irónicas comillas.
“El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano…” v. 11.
Lo primero que nos sorprende del fariseo es su postura de oración: de pie. Esto era para que todos los vieran y lo oyeran mejor. La típica actitud del hipócrita.
El Señor clarifica que su oración estaba muy lejos de poner primero a Dios y al prójimo en sus palabras. Era una oración “consigo mismo”. Si alguna vez no había oído una oración egoísta, deténgase para escuchar la que hizo el fariseo.
Su oración fue para recordarle a Dios cuán bueno se consideraba cuando tenia que compararse con otros. La lista de las cosas que hacia y no hacia lo delataban como alguien que simplemente pensaba que nadie podía ser mejor que él, despreciando al publicano.
La ironía de esta oración es que el daba gracias a Dios porque era distinto a los demás. Y si bien es cierto que aquí menciona a Dios, no hablará más de él, porque el resto de la oración será para felicitarse a si mismo.
Ya esto, de entrada, era una oración que no iba a ser oída. Este hombre por ser tan “distinto” estaba en camino para ser perfecto. La ley planteaba esto y este fariseo seguía estos pasos.
Los mandamientos tenían esta demanda y el fariseo pretendía con esto asegurar que el era un fiel cumplidor de la ley. El problema es que desde el mismo momento que oró quedó descalificado, porque la ley misma demanda amor para con del prójimo, y él no lo tenia.
Observemos más de cerca las dos oraciones:
Otra realidad de esta oración es el hecho de que en ninguna parte la oración de este hombre confiesa sus pecados. Por ningún lado se ve que le pida a Dios que le perdone lo malo que ha hecho.
Si esto hubiera hecho, seguramente habría tenido una percepción de la presencia divina; ¿no hubiera tenido también un sentido de culpa? Esta es la visión que nos da Isaías 6:1–5 con Lucas 5:8.
Su oración es como una proyección pues se compara con hombres malos, en lugar de hacerlos con hombres de votos de los que hay en la Biblia para tenerlos como referencia.
La otra cosa interesante de esta oración es que este hombre estaba haciendo más cosas de lo que exigía la ley, lo cual lo ponía por encima de ella misma cuando dijo: “Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. La ley tenía sus especificaciones respecto al ayuno y a los diezmos.
“ Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” v. 12.
Lo primero que vemos es que la oración del publicano es una de las más cortas de la Biblia, tan distinta a la del fariseo.
Observemos la actitud y posición del publicano. Lo primero que vemos es a un hombre “estando lejos”, aunque está en el templo. Si al imaginarnos que el fariseo pudo estar al frente, a lo mejor cerca del lugar santísimo en su oración, el publicano estaría en la última banca del templo, y por allá bien escondido, sin que nadie le viera.
Este hombre necesita a Dios desesperadamente, al Dios de amor que perdona los pecados. Pero habiendo llegado al templo se pone a cierta distancia, lejos del santuario.
Este hombre se avergüenza de sus pecados. Hace todo lo contrario del fariseo en su justificación propia, porque se avergüenza de sí mismo, y por lo tanto permanece sin levantar los ojos.
¿Qué es lo que este hombre hace?
Bueno, como está profundamente consciente de la presencia de Dios, se aferra de Dios en oración. Al igual que Isaías dice: “ Nadie hay que invoque tu nombre, que se despierte para apoyarse en ti; por lo cual escondiste de nosotros tu rostro, y nos dejaste marchitar en poder de nuestras maldades. (Isaías 64:7).
Así que estando en esa condición, de las profundidades mismas de su ser clama: “Oh Dios, ten misericordia de mí, el pecador”. Con un gran fervor e intensidad, suplica a Dios que haga propiciación por él.
Este hombre tiene hambre y sed de la más grande bendición, a saber, que la ira de Dios sea quitada y se obtenga su favor. Él desea el favor de Dios en lugar de ser visto y oído por los hombres.
La oración del cobrador de impuestos, tan contraria a la del fariseo, no se enaltece sobre los demás. No dice, por ejemplo: “Oh Dios, te doy gracias que soy, al menos, mejor que la mayoría de los cobradores de impuestos”.
De ninguna manera hace esto. Lo que si hace es que se reconoce como un pecador. El apóstol Pablo lo expresaría después así: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar pecadores, de los cuales soy yo el primero (1 Timoteo 1:15).
“Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (v. 14).
Esta es la gran lección de la vida. Ni el orgullo ni la arrogancia son tolerados delante de Dios. Ningún hombre será justificado por sus propias obras. La Biblia en todo caso nos dice: “Justificados, pues, por medio de la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. La clave de la parábola es este: “Cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido”.
“La verdadera adoración comienza cuando reconocemos delante de Dios lo que realmente somos; no esta basada en nuestra moralidad; y más bien estimula un sincero quebrantamiento integral delante del Señor, quien es el único sujeto de nuestra adoración” (Juan Carlos Cevallos y Rubén O. Zorzoli, Comentario bíblico mundo hispano, Tomo 16: Lucas (El Paso, TX: Editorial Mundo Hispano, 2007), 276.)