Pedir perdón no es de débiles

En la muy  legendaria película “Love Story” (Historia de Amor), sus actores dejaron la impresión que amar significa no tener que decir nunca: “Lo siento”. Esto podría funcionar en una película, pero no para una relación cotidiana, en especial entre dos cónyuges. Una relación utópica es la  que deseara que una pareja no tenga jamás que pedir perdón. Sin embargo, la persona que jamás dice “lo siento” termina con trastornos siquiátricas. Quien piensa que pedir perdón es para gente débil, esconde un falso rostro del orgullo que a la postre no podrá ocultar. Pero se libra de un gran peso aquel que admite que se ha equivocado. 

Los padres deberíamos tener el coraje de pedirles perdón a nuestros hijos, cuando por nuestra culpa ellos han sufrido, llevando, en algunos casos, heridas que no han sido fáciles borrar. Los esposos debiéramos encarar cualquier falta hacia nuestras esposas, al darnos cuenta que por nuestra actitud “machista” ofendimos la nobleza de su amor. El psicólogo Norman Vicent Peale ha escrito a este respecto, lo siguiente: “El pedir perdón con sinceridad es algo más que reconocer que hemos cometido un error. Es reconocer que algo que hemos dicho o hecho ha dañado la relación y que tenemos suficiente interés en dicha relación como para querer enmendar y restaurarla”. El perdón va en busca de la restauración. Quien se adelanta a pedir perdón abre camino a la sanidad del corazón.

Una de las historias más conmovedoras sobre el delicado tema de pedir perdón o perdonar a “nuestros  deudores”, la ha presentado Corrie ten Boom, misionera americana que le tocó vivir en los campos de concentración nazis. Cuenta ella que después que salió de aquel lugar se encontró cara a cara con uno de los más crueles guardianes alemanes que había conocido. Este hombre se había encargado de humillarla y degradar tanto a ella como a su hermana. En no pocas ocasiones se había burlado de ellas y las había violado con su vista e imaginación cuando éstas tomaban los baños len as duchas colectivas. 

Un día este hombre se encontró con ella, y con la mano extendida, le preguntó: — ¿Me puedes perdonar? Así describió ella el momento: “Yo estaba allí  con mi corazón lleno de frialdad, pero yo sabía que la voluntad puede funcionar a pesar de la temperatura del corazón. Oré pidiendo a Cristo Jesús que me ayudara. Extendí mi mano para estrechar la que aquel hombre me ofrecía y entonces experimenté algo increíble. Una corriente que empezó en mi hombro corrió por el brazo abajo y se extendió por ambas manos enlazadas. Después  esta cálida reconciliación pareció inundar todo mi ser, hasta el punto de hacerme llorar. —Le perdono, hermano —dije. “Y lloré con todo mi corazón. Por un largo momento ambas manos quedaron estrechadas, la del antiguo guardián y la de la antigua prisionera. Nunca había experimentado el amor de Dios de una manera tan intensa como lo hice en aquel momento”.

En esta historia de lágrimas y dolor podemos ver cómo el perdón trae libertad al prisionero, para luego descubrir que ese prisionero somos nosotros mismos. El perdón produce dos efectos restauradores. Uno lo experimenta el ofensor y el otro el ofendido. Se sabe por experiencia que el camino del perdón ha traído restauración  para ambas partes. El primero sabe que ninguna cosa hecha podrá reparar la falta cometida; mientras que para el segundo, el perdón traerá alivio a su conciencia culpable. Para el primero, perdonar  sin reservas será la prueba mayor. Esta no es una tarea fácil.  

A la mente vendrá una y otra vez lo sucedido, pero en la medida que el perdón abunda, abundará también el olvido. Vale  decir en esta parte, que el mejor refugio para el ofendido es ir al mejor Juez de todos, Dios. Su juicio es transparente e imparcial. Hasta ahora  no ha perdido un caso. Es por eso que en la oración del “Padre nuestro”, tan mencionada  por la cristiandad, se nos dice: “Y perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Quien logra perdonar a otros las faltas cometidas, es alguien en quien reposa el perdón divino. Así, pues, el hombre y la mujer que logran saldar la ofensa esgrimiendo el arma del perdón, tienen a Dios por su aliado. Y es que el perdón le concede al ofensor una nueva oportunidad, llegando a ser esto la gran  puerta que le conduce  para llegar  a ser una persona nueva.